miércoles, 7 de marzo de 2007

y entre el carnaval y la cuaresma llegó Daniel

La noticia que llegaba de mi hermano Javi

Hoy día 26 de febrero a las 5:00 a.m. en Toledo ha nacido tu sobrino Daniel.

Todo fue muy rápido. A las 3:00 de la mañana tu hermano Iñaki y tu cuñada Tere entraban por urgencias del Hospital de Toledo. Y sólo dos horas después, sin tiempo para recibir la epidural ni ningún otro paliativo del dolor, Daniel asomaba su cabeza al exterior. 39 semanas de vida y existencia, cinco horas de oficialidad.

Cuando tenga fotos te las envío. Dicen los que han engendrado a la criatura que es como Paula, que es el mismo molde: en tamaño y en peso (mínima desviación).

Enhorabuena tío. Esperamos que vengas pronto para ver con tus propios ojos que "la familia" ha crecido con dos "filios" en un año, desde tu ausencia.

Y mi padre concretaba:

En el pasillo, estaba Iñaki y Daniel, hemos sido presentados formalmente y enseguida le ha cedido a los brazos de mamá. Yo como siempre, me he limitado a admirarle y a pasarle el oportuno control de calidad, que ha sido superado con creces. Responde a nuestra morfología, por lo que es de esperar que no desdeñe el sello y la cuna.

Daniel

Daniel

Bienvenido Daniel a esta familia que no deja de crecer. Y como me ocurrió con tus primos Paula, Lucía y Andrés, debo ante todo pedirte disculpas por mi ausencia en tan fecha tan destacada pero menesteres menos interesantes pero ineludibles, me tienen ocupado al otro lado del océano. Permíteme que aproveche estas palabras que te dirijo para disculparme ante tu madre pues como en el caso de tu hermana, mis distancias no me han permitido conocerla embarazada. Apenas puedo imaginármela con el bombo en su figura habitual estilizada. Espero que exista una tercera ocasión y redimir mi agravio.

Tu padre en cuanto pudo me hizo llegar tus primeras fotos. En una de ellas apareces aferrado al pecho de tu madre con dedicación, prestancia y elegancia. Sin lugar a dudas, se nota que eres un Jiménez-Gómez.

Espero que la complicidad que genere entre ambos estas primeras palabras, me permita oírte desde el otro lado del teléfono cada vez que llame interesándome por ti. No copies el modelo esquivo de tu hermana que aún desconoce lo importante que es responder con el mismo cariño que le procesan a uno. En su caso, espero que sea cuestión de tiempo y no de distancia. Aunque no hables o no entienda tus balbuceos o no sepas que preguntarme, dime al menos un ‘hola tío Toñín’.

Aprovecha la fortuna de llegar a una familia que te aportará el cariño necesario para vivir. Aprovecha las condiciones favorables que ya estás encontrándote para ponerlas al servicio de los que te rodean de cerca o están más allá. Aprovecha la presencia de tus abuelos y abuelas para darles en vida lo mejor de ti y puedan intuir la categoría que alcanzará su descendencia.

Y aunque nos separe cierta distancia física, de edad y parentesco, cuenta conmigo para lo que necesites. Pocas cosas me pueden hacer más feliz que contar con la complicidad de los hijos de mis hermanos.

Tienes desde ya una alta responsabilidad ante nosotros, tu familia; hacernos sentir orgulloso con tu presencia, tus actos, tus objetivos…

Ojala llegues a leer algún día con sentido estas palabras y puedas convencerte de tener a un tío que desde el primer momento te quiso con pasión y que compartió entre los suyos la felicidad de tu nacimiento. Hasta que llegue ese momento, que los hechos suplan a estas palabras.

Y ahora para despedirme déjame recostarme a tu lado para así poder apreciar tu olor inmaculado, acompañar tu respirar tranquilo, acariciar tu piel virgen y besar tu frente en acto manifiesto de devoción y admiración.

Daniel, que tu llegada nos permita ahora y siempre disfrutar de una radiante, admirable y sobre todo, responsable compañía. Bienvenido querido sobrino. Tu tío Toñín.

La Paz

El viaje

En La Paz establecí mi campo de operaciones. De la mano de David, un concejal de la capital, pude conocer parte del municipio. Especial atención merece El Alto, un lugar sobre el altiplano andino y sobre el que se puede apreciar en extraordinaria visión La Paz. Todas las salidas hacia el exterior de La Paz, exige subir a El Alto y atravesarlo por sus calles congestionadas de gente y microbuses. Sin lugar a dudas, El Alto es un lugar único.

El Alto

El Carnaval de Oruro es uno de los pocos carnavales del mundo que están declarados Patrimonio de la Humanidad. Y allí me fui a falta del Carnaval de Río. Afortunadamente, hizo un día estupendo de sol y temperatura que me permitió disfrutar de la fotografía. A pesar que no me había preocupado de conseguir credencial, me paseé como quise y por donde quise. Nunca olvidaré la compañía y sobre todo, la manta de aquellas dos señoras que me permitieron encontrar el calor en la fría noche mientras transcurría lentamente la madrugada a la espera del alba, uno de los momentos estelares del carnaval de Oruro.

Carnaval Oruro

Llegar hasta Sorata merece la pena. A unas cuatro horas de La Paz, este encantador pueblo se encuentra en uno de esos preciosos y típicos valles de la cordillera andina donde se aprovecha hasta el último rincón para sembrar.

Sorata

A Coroico llegué en bicicleta tras un descenso de 60 kilómetros desde los 4700 metros de altura que nos llevaría a descender 3500 metros de desnivel por la denominada carretera de la muerte, donde existen tramos de 400 metros de caída. Hasta hace tres meses, éste temible camino de tierra era la única vía posible para llegar a Coroico. Hasta entonces, cada año había una media de 120 muertes a causa de las caídas hacia el abismo. En la actualidad esta carretera está abierta a aquellos que se atreven a desafiarla en bicicleta. Merece la pena pues sin prácticamente esfuerzo alguno debido a que todo es prácticamente descenso, se puede apreciar la transición del altiplano a una zona de yungas (especie de selva) donde es muy propicio el cultivo de la hoja de coca.

Death road in Bolivia

Más que por el interés arqueológico, me llegué a las ruinas de Tiwanako por numerosos consejos. Afortunadamente, encontré en la fotografía una buena actividad de recreación.

Tiwanaku

Después de más de una semana en La Paz, abandoné la capital ya en unas condiciones mucho más normales. Tras los días festivos por el carnaval donde el país parece emborracharse colectivamente lo que provoca todo tipo de escenas y excesos, La Paz recuperó a mis ojos la limpieza, cierto orden y las aceras para caminar.

Y tras veinte horas por tramos de carretera sin asfaltar y peligrosos al borde de precipicios, llegué al sur de Bolivia a Tarija. Es Tarija a mi gusto, la ciudad más tranquila de Bolivia, el único lugar donde podría vivir en Bolivia.

Tarija

Y hasta allí me llegué motivado por conocer el lugar donde mi amigo David había estado por unos meses realizando tareas de apoyo a una ONG local que trabaja en la educación y fortalecimiento de las zonas rurales campesinas. En compañía de unas hermanas religiosas y su equipo de trabajo pude conocer un poco la realidad del entorno, el trabajo que llevan a cabo y los paisajes que les rodean. Uno de los principales motivos por los que ellos esperaban con expectación mi visita era para que les asesorase con un proyecto de ecoturismo que quieren implantar en la zona. La verdad es que pude aportar mucho más de lo que pensaba y noté en ellos cierto alivio en mis sugerencias ya que les hará modificar sus ideas iniciales aún estando a tiempo de hacerlo. Me sentí útil, muy útil y eso me hizo sentirme bien. Pero a la vez, el comprobar el compromiso y la vida entregada de estas hermanas y su gente hacia los campesinos, me hizo sentir un miserable.

Cetha

Y como última etapa de mi paso por Bolivia, el salar de Uyuni. Muchos me habían avisado que eran unos paisajes increíbles y así también lo sentí yo. Confirmo lo que pensaba con anterioridad a conocer esta zona del sur de Bolivia. Para mi, el mejor recorrido que se puede hacer por este continente coincide con la extensión que ocupa el norte chileno (desierto de Atacama y altiplano), norte argentino (provincias de Jujuy, Salta y Tucumán) y el salar de Uyuni en el sur boliviano. En un 4x4 y en compañía de cuatro franceses y un belga, pasamos tres días divertidos. Excelentes.

amigos salar


La cifra

Ya alcancé el número de 40.000 fotos realizadas.

El autobús

Era un autobús destartalado pero con cierto encanto. Yo era el único ‘gringito’. Una funda aterciopela de color granate típica de los sillones de los salones de la época del desarrollismo franquista, cubría los asientos, asientos que hacían notar sus muelles en cada bache. El pasillo estaba inundado de bultos de las cholitas (mujeres del altiplano). Ese pasillo parecía un florido jardín gracias a las telas multicolores con las que transportan independientemente productos de la tierra o a sus hijos. A mi lado junto a la ventana, un joven leía a media voz un libro sobre sindicalismo. En el ambiente la música de Alaska, un grupo peruano de cumbia chicha, me martirizaba con sus chirriantes y monótonos ritmos. Detesto este tipo de música que hace furor por el altiplano peruano y boliviano. Me quedé con ganas de oír esa música tradicional de la zona que tanto me gusta. Daban cobertura a la música unos viejos y aparatosos altavoces de colocación casera repartidos sin sentido por el interior del autobús. También en el ambiente, el hedor a rancio que yo catalogo como cultural y que se corresponde con unas deficientes condiciones de vida en que viven personas como mis compañeros de viaje había invadido el espacio.

Salar de Uyuni

Poco tiempo después y aprovechando el pago de un peaje (por carretera sin asfaltar), y como si de un grupo de elite se tratase, una docena de mujeres tomarían al asalto el pasillo del autobús armadas de todo tipo de productos. La primera, bandeja en mano, llegó gritando: ‘pancito de trigo, empanadas’. La de detrás, más gorda y con menos habilidad para sortear los bultos del pasillo, le acompaña al grito de ‘charque, pollito calentito… a dos pesitos’. Otra con voz más grave se fijó en mi y me intimidó con su cesta poniéndola a un palmo de mi nariz a la vez que me decía ‘joven, manzana, durazno, naranja pelada… ¿no le apetece nada, joven?. Detrás otra más llega orgullosa de su choclo y su quesillo. Afortunadamente pasó de largo. Y como si esa horda de vendedoras lo tuvieran todo bien ordenado, para el final habían colocado a una joven cholita ofreciendo con voz tímida ‘jugos, refresco, aguita…’. Inmediatamente desalojadas, un olor a pollito, a charque… se apoderó de la atmósfera ya de por sí viciada. Los comensales con la bolsa de comida entre las piernas, devoraban con la pasión evidente de quien al final de la noche recibe en boca el primer bocado del día. A mi derecha, al otro lado del pasillo una chola aymara terminaría su personal banquete chupándose las manos en acto que supongo de limpieza para finalmente secárselas con su falda estampada. Tras ella, y como de un acto reflejo se tratase, el resto de mujeres le acompañarían en el gesto.

Mientras intentaba concentrarme de nuevo tras el asalto sufrido por aquel grupo de elite en la lectura del libro que me acompaña desde hace unas semanas ‘El amor en los tiempo del cólera’ de García Márquez, de repente la música dejó de sonar y la única televisión existente en el autobús se encendió. Una película de Steven Seagal en versión original subtitulada pasó, como para mí, inadvertida para la totalidad de mis compañeros de viaje de origen indígena y tan alejados de ese tipo de productos tan occidentalizados.

Géiser Sol de Mañana

Para cuando los primeros deseos de orinar se hicieron conscientes, me percaté que el autobús no tenía baño. Durante la siguiente hora, me cercioré una y mil veces en proporción a mi incredulidad y necesidad. Enojado, extrañado, orinándome y saltando entre bultos, me dirigí hacia la parte del conductor. Abrí con todas mis fuerzas la puerta de su habitáculo y le conté lo que me acontecía. ‘No se preocupe amigo que paramos ahorita’.Y efectivamente, en cuanto pudo, inmovilizó el vehículo. ‘Mee junto a la rueda’ me indicó el ayudante mientras descendía del autobús. Hacía frío y viento y como pude me aproximé lo más que pude a la rueda trasera para así evitar que una ráfaga me echase encima mi propio orín. Me abrí bien de piernas pues yo soy de los de chorro corto y una fuente de alivio me hizo suspirar. Al suspiro le acompañó un escalofrío al sentir al calor que desprendía la rueda. Tardé lo mío. Una vez bien escurrido, me coloqué todo y me subí la bragueta. ‘¿Satisfecho amigo?’, me dijo el atento conductor. Con la dignidad que pude, volví a mi asiento. Aquel pasillo de obstáculos, se convirtió para mi en una glamorosa pasarela por la atenta mirada que me dispensó la gente a mi paso; ‘el gringuito meón’ quise leer en sus pensamientos.

Poco después, en una de las miradas del paisaje a través de la ventana, observé a una señora junto a su ganado de vacas sentada sobre tierra embarrada. De las primera gotas de un prometedora intensa tormenta, se protegida con un plástico azul que apenas intuyo le serviría de resguardo.

Carnaval Oruro II

De repente el autobús destartalado pero con cierto encanto, se detendría por media hora a las puertas de un triste restaurante de carretera boliviana. Antes de descender y mientras guardaba el libro en la mochila y los auriculares, observé a través de la ventana a un hombre envejecido, de aspecto más descuidado del habitual por la zona, visiblemente mojado, inmóvil sobre aquella esquina, encorvado de tal forma que repartía a partes iguales el peso de su inestabilidad aparente, que se protegía de la lluvia sin techo alguno. Su mirada se dirigía hacia el autobús aunque estoy convencido que traspasaba el infinito.

Me dirigí a los baños y en vista de que el de hombres estaba inundado, decidí irme al de mujeres. Al salir, casi me llevo por delante a una cholita que me miró de reojo extrañada y asustada. Se dio medio vuelta tras de mi guardando entre ambos cierta distancia física y cultural. Decidí tomar un caldo caliente que me permitiese entrar en calor en plena puna andina, en pleno altiplano boliviano. Mientras esperaba por la sopa, me entretuve con ese tipo de servilletas que tanto me llaman la atención y que son propias de los comedores populares de la zona y que son de un papel con un grosor que hace imposible la limpieza. El caldo de pollo con quinua a 20 centavos de euro cubrió mis mejores perspectivas.

Carnaval Oruro I

A la espera de reiniciar el viaje, me aposte a un lado de la puerta del triste restaurante de tal forma que la lluvia ligera no me llegase. Muchos de mis compañeros de viaje optaron por permanecer en el interior. Algunos asomaban la cabeza por las ventanas del autobús para observar a los que permanecíamos resguardados a las puertas del restaurante. Mis compañeros de frente, hacían lo propio. Entre medias un grupo de perros desfilaba recibiendo la basura que desde del interior del autobús se votaba en plan basurero. A mi lado una occidentalizada cholita con jeans mal ajustados y zapatos negros de tacón y calcetines blancos, les lanzaba galletas saladas que los perros devoraban sin opción. Sorteando los charcos de agua y a pesar de la ligera lluvia, opté por buscar una buena perspectiva para inmortalizar la escena. En el intento fui descubierto por algunos de los protagonistas que rompieron la escena natural.

Al subir de nuevo al autobús el olor putrefacto casi me hace tropezar al aspirar. Una vez en mi sitio, aquel hombre que parecía olvidado, seguía en el mismo lugar, empapado, ausente… Me hubiera ido pensando que fuese una estatua si no hubiera sido porque cuando el motor del autobús se puso en marcha, giró levemente su cabeza y lanzó una leve mueca a su infinito. La lluvia se hizo más intensa y en el momento de reiniciar la marcha, la figura de aquel hombre impávido se me desfiguró debido a las gotas de agua que se extendieron por el cristal de la ventana del autobús. Y allí se quedó.



Aquel niño

Acababan de recogerme de la mesa los restos de los comensales anteriores y de paso había encargado unos ‘tallarines fritos con pollo’. ¿Tallarines fritos? Interpreté que lo que sería frito sería el pollo y no la pasta. Era un restaurante chino, la única opción posible a esas horas tardías de una noche bastante fría a más de cuatro mil metros de altura sobre el altiplano. A pesar de la hora, el restaurante estaba bastante concurrido. Todos los allí presente miraban de frente y con grandísima expectación la televisión a través de la cual pasaban una película en DVD sobre artes marciales y protagonistas orientales. La única mesa que permanecía sin mostrar interés por la televisión, estaba frente a mi. Era una familia que acababan de solicitar a la camarera que me había atendido la cuenta. Mientras les observaba, un chavalín de unos diez años, de aspecto demacrado y con cara lastimosa, se les acercó y señalando con el índice de su mano derecha hacia la mesa, obtuvo del padre de familia las sobras de unos de los platos. El chaval se giró y se aposentó en la mesa contigua a mi izquierda y mirando hacia la televisión. Y con el mismo tenedor con el que le habían hecho llegar aquel plato de pasta a medio acabar, empezó a comer sin perder ojo de las acrobacias y golpes de la película oriental. Aquel plato inmenso que me hicieron llegar de ‘tallarines fritos con pollo’ requirió toda mi atención y dedicación. Quizá por eso desconozco de donde aquel chavalín pudo haber conseguido un segundo plato de caridad y un refresco de naranja. Yo seguía disfrutando de aquella pasta aún sin estar seguro si eso era pollo u otra cosa. Por momentos pensé qué hacer si no podía finalizar con todo aquello. Descarté ofrecerle a mi compañero de al lado mis sobras. Apenas había tomado aquella decisión cuando se levantó de la mesa y pasando a mi lado inclinó su cabeza y se despidió de mi con un inesperado ‘que aproveche señor’ del que aún me estoy reponiendo.

Aquel comedor

Como en otras ocasiones, me acerqué aquel mercado en busca de comida ‘casera’ pero sobre todo de una comida a buen precio. A comedores populares como al de aquel mercado, acude la población local en un altísimo porcentaje. Era domingo y eran pocas las señoras que ofrecían sus guisos y fritangas en sus pequeños habitacáculos. Por la hora que era, el comedor comunitario no estaba lleno. El eco de las voces del comedor se expandía por el aquel vacío mercado dominical. Al objeto de conocer la oferta, me paseé con cierto reparo por delante de todos los puestos. La indecisión y la vergüenza de otro paseo cotilla, me obligó a quedarme en el último puesto. ¿Qué tenemos amiga?, le pregunté a la señora que hablaba con quien supongo sería su hija. ‘Pues ya no me queda mucho joven pero tengo un caldo de pollo y quinua, espaguetis con carne de res, tengo milanesa y pollo’, me respondió mientras me mostraba sobre la palma de su mano derecha la milanesa (filete empanado) y el pollo ya fritos y seguramente ya fríos. Me conformé con el caldo y con la escasa cantidad que aún quedaba de un guiso de carne (¿?) con salsa de tomate. De inmediato la joven me hizo llegar el plato sopero pero sin cuchara. Avisada del olvido, se fue al fregadero que estaba detrás del mostrador de comida, cogió una cuchara y con apenas un enjuague de manos, la consideró lista para usar. Cuando me la llevó y se volvió intenté limpiarla a escondidas con esas servilletas típicas por estas latitudes y que parecen de papel de folio y que son inútiles para el objetivo requerido. Mientras intentaba limpiar bien la cuchara, observé que el trozo de pollo que me había tocado en aquel caldo era una vez más, el cuello. ¡¡Maldito cuello!! Juraría que es el mismo trozo de cuello que me lleva tocando desde que inicié este viaje. Enojado por soportar la misma pieza y para evitar encontrármelo de nuevo, con disimulo lo tiré al suelo asegurándome que no destacaría respecto a los otros desperdicios por él repartidos. A pesar de ese problema de siempre, el caldo estaba bien bueno. Vinieron a molestarme en el placer las palomas que revoloteaban por encima y por debajo de las mesas aprovechando el paso libre que les facilitaba los numerosos cristales rotos de la parte lateral del edificio del mercado. Rápido pedí el segundo plato e inmediatamente después me levanté para saldar mi deuda con la señora que en esos momentos comía con las manos el mismo trozo de pechuga de pollo que minutos antes había extendido sobre su mano derecha y cuyos dedos ahora se afanaba en chupar para limpiarlos de grasa y así poder darme el dinero de vuelta. Y entre el eco y los vuelos rasantes de las palomas, logré salir de aquel dominical mercado.

El saludo

Entre el tumulto de gente que le rodeaba apenas pude confirmar su presencia. Cuando lo hice, bajé del edificio de la Prefectura donde me había colado entre embajadores y diplomáticos para sacar unas fotos del carnaval e intenté llegar hasta él. El cordón policial y de guardaespaldas me impidieron acercarme. Desde ese lugar, tuve la oportunidad de verlo más cerca; sonriente, amable, dialogante, accesible, humano… Una vez más, mi acento inconfundible de español, me ayudó. ‘Un español quiere pasar a saludarlo’, señaló un guardaespaldas a otro compañero por el micrófono que llevaba incorporado en su chaleco. Entre ambos se miraron y de inmediato el cordón humano se abrió para dejarme pasar y sin apenas reaccionar me encontré delante de él con el mismo gesto de accesibilidad y sin mostrar rasgo alguno de cansancio o incomodidad. ‘Hola. Buenas tardes. Soy español y es un orgullo poder saludarte. Te deseo el mejor de los éxitos para ti y para Bolivia’, le comenté con cierto nerviosismo. Y mientras levantaba su brazo derecho con descaro y desenfado para chocar mi mano y estrecharla entre las dos suyas se despidió con un ‘Muchas gracias. Espero que disfrutes del Carnaval y del país. Que te vaya bien’. Retrocedí un par de metros y le pedí una foto. Me saludó y me despedí con un sincero ‘Gracias Evo, gracias’.

Saludo de Evo Morales


En la frontera entre Bolivia y Chile a 5 de marzo de 2007.

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